Imaginemos un ocasión especial, tal vez una cena elegante en el comedor de un palacio renacentista convertido en restaurante.
Lámparas de lágrimas y candelabros con velas imparten una luz tenue, alfombras mullidas y frescos mitológicos decoran los techos.
Ante las mesas redondas cubiertas con largos manteles y decoradas con orquídeas, se sientan los comensales, de gala, en sillas de respaldos tallados.
Rubí y ámbar en las copas, el sonido apagado de las conversaciones gentiles, el tintineo de la plata contra la porcelana...
Una pareja ocupa una de las mesas junto a la ventana. La mujer, espléndida, va toda de terciopelo color sangre, con los hombros desnudos y dos magníficas perlas barrocas en las orejas.
El hombre viste de negro, impecable, con botones de oro en la camisa.
Mantienen las espaldas rectas y la distancia precisa entre la silla y la mesa, sus gestos son controlados, algo rígidos, como si se movieran en una acartonada coreografía, pero a través de sus gestos estudiados se percibe la atracción mutua como un río turbulento que amenaza con llevarse todo por delante.
Bajo el mantel, las rodillas se rozan por azar y ese contacto, casi imperceptible, los golpea como una corriente poderosa; una llamarada iracunda sube por los muslos y enciende los vientres.
Nada cambia en sus posturas, pero el deseo es tan intenso, que puede verse, palparse, como una niebla caliente borrando los contornos del mundo circundante.
Sólo ellos existen. El mesonero se acerca para escanciar más vino, pero no lo ven. Tiemblan.
Ella levanta el tenedor, abre los labios y desde el otro lado de la mesa él adivina el sabor de su saliva y la tibieza de aliento, siente la lengua de ella moviéndose en su propia boca como un molusco sofocante y terrible.
Se le escapa un gemido que, de inmediato, disimula tosiendo con discreción y llevándose la servilleta a la cara.
Ella tiene la vista fija en la última ostra del plato de su compañero, una vulva hinchada, palpitante, indecente, mojada de leche oceánica, síntesis de su propio desvarío.
Nada revela la turbación de ambos. En silencio cumplen con decoro, paso a paso, los ritos precisos de la etiqueta; pero no oyen las notas del pianista animando la noche desde un rincón del salón palaciego, los aturde el estrepitoso huracán del deseo en sus pechos.
Fuerzas primitivas se han desencadenado: tambores y jadeos de guerra, un soplo de selva, de humus, de nardos podridos insinuándose a través del aroma delicado de la comida y el perfume femenino; imágenes de carne desnuda, de abrazos crueles, de lanzas inflamadas y flores carnívoras.
Sin tocarse, el hombre y la mujer perciben el olor y el calor del otro, las formas secretas de sus cuerpos en el acto de la entrega y el placer, las texturas de la piel y el cabello aún desconocidas; imaginan caricias nuevas, jamás antes experimentadas por nadie, caricias íntimas y atrevidas que inventarán sólo para ellos.
Una fina película de sudor les cubre la frente. No se miran a los ojos, observan las manos del otro, manos cuidadas que sostienen los cubiertos con gracia, van y vienen entre el plato y los labios, como pájaros.
Elevan la copa en un brindis cargado de intenciones, por un instante las miradas se cruzan y es como si se besaran.
Arden, aterrados ante la furia arrolladora de sus propias emociones, ella húmeda, él enhiesto, contando los minutos de aquella cena eterna y, al mismo tiempo, deseando que aquel suplicio se prolongue hasta que cada fibra de sus cuerpos y cada alucinación de sus almas alcance el límite de lo soportable, calculando cuándo podrán abrazarse, dispuestos a hacerlo allí mismo, sobre la mesa, delante de los mozos danzarines y toda aquella comparsa de fantasmas de gala.
Ella boca abajo sobre la mesa, las piernas abiertas, sus nalgas de ninfa expuestas a la luz de las lámparas vienesas, clamando obscenidades, él atacándola por detrás entre los pliegues de terciopelo granate, aullando entre platos rotos, manchados de comida, cubiertos de salsa, chorreados de vino, arrancándose la ropa a tirones, las perlas barrocas, los botones de oro, mordiéndose, devorándose.
Aquella visión es tan intensa, que los dos oscilan al borde de un abismo, a punto de estallar en un orgasmo cósmico.
Y entonces dos mesoneros aparecen junto a la mesa, se inclinan ceremoniosos, colocan entre ellos los platos cubiertos y con gestos idénticos levantan las tapas metálicas.
Bon apetit, murmuran.
ISABEL ALLENDE
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